Cuando nos dejó mi padre es la crónica íntima de quienes tuvieron que aprender a existir sobre los escombros —mujeres que bordan esperanzas en cocina ajena, amigas que justifican la traición, hijas que cargan los pecados de sus padres— y la prueba de que, tras el estruendo de las armas, quedan otros combates: los de la memoria, la dignidad y la elección de seguir amando.
Madrid, septiembre de 1939. Mientras los últimos trenes aún vomitan humo y derrotas en la estación de Atocha, Gloria con apenas dieciocho años, desciende al corazón de la posguerra: la cárcel de Porlier, donde su padre —maestro republicano, soñador incurable— aguarda una condena que puede costarle la vida. Allí comienza una travesía de pasillos ateridos, colas de hambre y silencios obligados en la que cada latido se juega entre la lealtad y el miedo.
Con la valentía impulsiva de quien pisa por primera vez el borde de un abismo, Gloria se enreda en una ciudad devastada donde las ruinas todavía humean y los vencedores reparten favores como salvoconductos. Su madre ha hecho del orgullo una coraza; el primo de esta, Aniceto, ha convertido la traición en una forma de vida; y el joven chófer de Aniceto, Pablo, le mostrará que incluso en tiempos oscuros es posible encontrar la luz. Pero ningún camino es recto cuando la historia familiar está plagada de traiciones.
Entre pasillos de cárcel donde no se nombra la esperanza y salones burgueses domados por la conveniencia, Gloria elige cada palabra como quien traza un mapa de escape. Su obstinación la acerca a mujeres que han hecho del callar un arte de resistencia: Encarna, que vende lo poco que tiene para no rendirse; Vicenta, tejida de ausencias; pero también a su madre, que ha hecho del orgullo una coraza. Con ellas aprende que, cuando el mundo ordena claudicar, callar puede significar cuidar, y hablar —aunque sea en voz baja— puede ser el gesto más audaz.
